[Sale la tercera entrega de las historias europeas colgadas. Esta ocurrió en la Costa Azul francesa, claramente un lugar de merde.]
Teníamos dos opciones: 1) nos quedábamos cuatro días en Barcelona y veíamos un partido de Pepe Sánchez, o 2) agarrábamos un auto y recorríamos la Costa Azul francesa.
Glamour, Teté. Arrancamos en un Gol azul gasolero por los Países Catalanes y sus montañas y sus viñedos y sus autopistas con peajes glamorosos de, ponele, 18 euros y cero presencia humana: pasabas la tarjeta de crédito por la máquina, te escupía un recibo y la barrera se subía.
Decidimos hacer base en Niza por dos razones: 1) desde ahí podríamos subir a Montecarlo y bajar a Cannes, Saint-Tropez, Toulon y Marsella, y 2) ahí encontramos el único hostel de la zona cuyos precios no nos obligaban a alquilarles nuestros cuerpos a los camioneros de la Comunidad Europea.
Estaba bueno, el hostel. Tenía onda como casi todos (un montón de jóvenes en ebullición
having fun celebrando la vida disfrutando el mundo
siempre es un buen ambiente); tenía un bar donde vendían cerveza a un eurito; tenía Internet gratis.
También tenía, sin embargo, un par de problemitas. Uno: quedaba lejos del centro y en una colina demasiado empinada. Dos: el descontrol del lugar anidó en una recepcionista australiana que cierta noche, después de toneladas de cerveza a un eurito y un interesante desajuste hormonal, se empomó sonoramente a otro canguro en nuestra habitación y delante de todos, tras lo cual bautizó la cama con un contundente y oloroso vómito.
Pero muy linda, Niza, ¿eh?


El Día de los Trabajadores del año dos mil ocho después de Nuestro Señor
Shisuscráist salimos a festejar holgazaneando por la Costa Azul francesa, con rumbo norte.
Si mirabas por las ventanillas derechas del tren, te bañaba el azul inescrupuloso del Mediterráneo. Nos bajamos en Cape D’Ail, una villa nariz parada con cirugía desde la cual partía un sendero que llevaba hasta Montecarlo atravesando los acantilados y los yates con helicóptero.


Había una bandera como la de River pero con los colores al revés, estaban los tubos de aire en filita y los trajes de neoprén colgaban, goteando. Mente Sherlock concluyó: "Elemental: estos tipos acaban de bucear".
Era un mediodía soleado y fresquito. Mente Sherlock fue al negocio y preguntó si había otra salida: sí, había, pero después de comer.
-¿Y cuánto cuesta? Ojo con lo que decís: soy un argentino indigente –dijo Mente Sherlock.
-Y..., para vos, 25 euros –dijo el dueño, un francés que chapuceaba español e inglés.
-¡Eeeehhhhhhhh! –se asombró falsamente Mente Sherlock, que venía de pagar 40 euros para bucear en Croacia—. ¿Todo incluido?
-No. El alquiler del equipo se cobra aparte.
-¡Eeeeehhhhhhh! Dale, soy un argentino indigente y me encanta
La Marsellesa –dijo Mente Sherlock, como si.
-Bueno, OK, 25 euros todo.
-¡Allons enfants de la Patrie!

No iba preparado para bucear. Esto me obligó a ponerme los jeans sin nada abajo y a transportar en la mano mis calzoncillos mojados mientras nos cruzábamos con gente coqueta rumbo a Montecarlo.
Apenas pisamos el Principado de Mónaco tuvimos que hacer una parada técnica en el McDonald's más cheto del mundo para acallar unos estómagos que andaban vacíos desde hacía nueve horas. No podíamos pensar del hambre.
Cambio: sale Mente Sherlock, entra Mente Cato.
Recién después de tragar hamburguesa y papas, después del pucho, después de recorrer el puerto obsceno con sus barcos multimillonarios,

después de saludar a Fangio y ver las instalaciones del Gran Premio de Fórmula 1,


después de que el casino de
merde me desplumara 100%,

recién entonces, cuando dije: "Me quedé sin un mango. Estoy en bolas", me di cuenta de que era literalmente así: me había olvidado los calzoncillos en el McDonald's.