miércoles, 2 de mayo de 2007

9. El irónico cuadro de situación terminal


Hace cinco años caminaba por la calle Oxford, en Londres, absolutamente ido y deprimido, cuando de pronto en el piso vi esto:


Por supuesto, me resultó MUY raro y levanté el papel. Al desdoblarlo apareció la otra parte:


Y todo junto quedaba así:



¡La revolución empieza en la Argentina!

(Y yo ni enterado...)


Creo que no se alcanza a apreciar en la foto, pero semejante anuncio se ilustra con imágenes de las asambleas populares, de un atorrante tirando piedras y de un peladito con la boca del Guasón y una remera que dice Basta: todas dolorosísimas muestras del infierno que vivía el país después de la huída del presidente Fernando de la Rúa.

Lo curioso del papel ese que encontré es que promocionaba el número 49 de la revista Revolution, editada por el Movimiento Juvenil Socialista británico...

No sé a ustedes, pero a mí esa crisis me estropeó mal. Vivía en Buenos Aires, justo (de suerte) atrás del hotel Alvear: pleno Recoleta, demasiado chic, especialmente lejos de mi alcance.

Luego del 19 y el 20 de diciembre de 2001, y la Plaza de Mayo cubierta de gentes achicharradas por el miedo y la furia, y las muertes asquerosas, y el helicóptero del escarnio, luego de ESOS DÍAS, vi en vivo y en directo, pero como si fuera un documental impiadoso y yo un espectador fantasma desesperado por encontrar el control remoto, vi, decía, cómo surgía el fenómeno de los cartoneros, cómo los pibes de la Villa 31 cruzaban la avenida del Libertador para morfar de la basura, cómo las viejas chotas con plata acorralada (acompañadas por sus mucamas latinoamericanas de 200 pesos al mes; en negro, obvio) gritaban Que se vayan todos mientras hacían sonar sus cacerolas de téflon, gordo.

Hasta que llegaron ESOS DÍAS, sentí algo parecido a la esperanza. Y no lo digo únicamente por lo personal/profesional (aunque sí tenía que ver: a los 27 años, era uno de los 29 tipos que acababan de cursar la primera Maestría en Periodismo que se hizo acá). Pero cuando pasó lo que pasó, tuve dos certezas profundas: 1) el nuestro era como un no-país de futuro imperfectísimo y 2) pocas cosas guardaban todavía algún sentido.

Bueno, en ese panorama que me derrota de sólo recordarlo, en ese subsuelo total, surgió la oportunidad de viajar a Europa para hacer una parte de la investigación de tesis.

Y así estaba,

después de colarme en un Chelsea-Fulham con un uruguayo diseñador gráfico encandilado por el popper al que había conocido en el hostel y al que le perdí el rastro,

después de vagar por el lecho húmedo del río Támesis con un Bob Patiño español que escondía en la melena el chocolate y me ayudó a rescatar del barro inmemorial una taza de Bents Plant Hire que todavía uso para tomar café,

después de convivir en una estación de tren con unos divinos borrachos consuetudinarios para ubicar a un personaje de mi historia,

después de charlar cuatro horas con una mujer de 79 años sin techo a la que le bailaban las cuatro o cinco tanzas que colonizaban su cabeza mientras les daba pan lactal a los patos del Hyde Park,

después de arrebatarme rabiosamente con una inglesita cara hoja canson tristona y ojos papel glacé inmaduros que me llamaba, divertidísima, Eibal Di Aryi,

después de olvidarme rotundo rotando retando rateando la noche en un pub mínimo donde tocaba una banda bastante parecida a Oasis,

así estaba: caminando atolondrado hacia ningún lugar físicamente posible: pensando en que iba a tener que multiplicar por seis lo que gastaba: odiando la garúa tortura china de la ciudad más bella que conozco: buscando en las baldosas exquisitas de Oxford Street una explicación a por qué la Argentina es tan Argentina,

así estaba cuando me topé con el papel revolucionario.

Sospeché que la situación no era muy justa que digamos. Pero al toque se me ocurrió que tendría siempre a mano un relato piola para definir la palabra ironía. Y también un símbolo: un símbolo de lo encantador que puede ser tu infierno.

Por eso apenas volví al país lo enmarqué y colgué, bien a la vista. Lo llamo El irónico cuadro de situación terminal.

2 comentarios:

Anónimo dijo...

Lo peor es que la revolución quedó en la nada, que los políticos volvieron a ser los mismos y que los caceroleros confiaron de nuevo en los bancos, cuando mostraban toda su furia con una cacerola y una cuchara en la mano. ¡Pa-ya-ses-cos!
Como dice el filósofo "Fito" Oliva: "¡Qué ispa, qué ispa!"

AEZ dijo...

Boya: Sí, y además no sé si el no-país de futuro imperfectísimo quedó tan atrás como nos quieren hacer creer. Es fácil sentirse mejor después del infierno, ¿no?