158. París: perfección pisoteada por Pumas
(Desde Oxford)
Pensar que mi proyección de un domingo ideal era pasarlo en lo de Nico, mirando a Los Pumas a los gritos con otros argentinos...
Cuando me levanté el sábado, sin embargo, tenía un correo de Henry: me avisaba que había comprado un par de entradas y que podíamos alquilar un auto para ir a París. ¡Glorioso!
Pero justo antes de salir de Oxford, recibí otro correo suyo: me decía que era un quilombo alquilar el auto y que había arreglado con un amigo (que tiene auto) para ir a París. ¡Penoso!
Afortunadamente Francia quedó fuera del Mundial. Vimos el partido contra Inglaterra con los dos Nico en un típico pub y ayudamos a alcanzar la asombrosa cifra de 33 millones de pintas de cerveza que se tragaron en este país el sábado. Lo más importante del resultado deportivo fue que los franceses que tenían entradas ahora no tenían ni ganas de levantarse a desayunar. Así que si conseguía una, todavía estaba en carrera para ir.
En eBay había. Caras, pero había. Y además, repito, TODO es caro acá. Gracias a Sophie, que habla excelente francés, terminé comprando dos por 120 euros: el moro que atendió en París no quería vender de a una. Pensé: OK, reviento la otra en reventa y el viaje me sale free.
Y después le pedí a Hernán que me las fuera a buscar. Tuve que dejarle un mensaje: capaz que lo agarraba despierto un domingo a las 8.30, sí.
Me dolió que Nico no pudiera venir por falta de pasaporte, ya que el gobierno británico se lo retiene durante seis meses para tramitar su permiso de residencia. "Estoy preso en Inglaterra", dice, y se lo toma como es él: con buena onda.
Con Henry me encontré en la estación Charing Cross tipo 9.40 y trepamos en un tren con rumbo sur. En el condado de Kent nos esperaba Leo, el argentino con auto.
Leo es Leonardo J. Raznovich, 36 años, doctor en Derecho por Oxford, con un máster en Harvard, ex Nacional Buenos Aires y UBA. Lo que no dicen claramente semejantes pergaminos es que Leo es un capo total.
Nos fue a buscar a la estación en un Seat Ibiza amarillo chillón con James, su pareja, un inglés que tras hacer el doctorado en Bioquímica decidió convertirse en abogado. Los dos viven juntos en una región símil-campiña, en una casa de tres pisos cuidadosamente decorada, con un jardín donde hay una laguna y una parrilla y donde ellos dos se armaron un sauna y un gimnasio.
Alicia, la mamá de Leo, se mandó unas riquísimas milanesas de pavo. James se ocupó de una ensalada variada, como de diez vegetales. Y Leo hizo un jugo de peras y zanahorias, más unos sándwiches de jamón y queso para el viaje. Con Henry nos encargamos de poner/levantar la mesa. Y después, a la ruta.
El Eurotúnel es una obra impresionante que une Inglaterra y Francia por el Canal de la Mancha, a unos 40 metros de profundidad: mide 50 kilómetros, 39 de los cuales son submarinos. Costó unos 16.000 millones de euros. En 1994 cortaron las cintas la Reina Isabel II y el presidente François Mitterrand.
En más o menos 35 minutos, el tren hace el trayecto entre la francesa Calais (una ciudad arrasada en la Segunda Guerra Mundial, una ciudad donde Napoleón preparó la invasión fallida a Gran Bretaña de 1805), y la inglesa Folkestone (donde a fines del siglo XVI nació William Harvey, el descubridor de la circulación de la sangre, y donde vivieron, por ejemplo, los escritores Charles Dickens y H.G. Wells).
Ajenos por completo a estas minucias histórico-ingenieriles, en el auto amarillo chillón mientras sonaba REM nosotros tres impúdicamente discutíamos asuntos de alta importancia como la patada de Juan Martín Hernández o la posibilidad de cenar en París antes de pegar la vuelta.
A la altura del aeropuerto Charles De Gaulle un avión de British Airways aterrizó literalmente sobre nuestras cabezas, en una pista construida encima de la ruta A1. Mon Dieu! Y nos agarró un congestionamiento del carajo, gracias a que los parisinos pueden tomarse el finde y se las toman.
Quedaba una hora para el comienzo del partido cuando llegamos al estadio. Mientras Henry y Leo buscaban dónde estacionar, yo me bajé para encontrarme con Hernán y las entradas. Él estaba con un par de amigos argentinos y se tuvo que ir rápido porque cubría el juego para Télam, así que una pena fue: un abrazo, un gracias y un hasta la próxima.
Cada una de mis dos entradas valía, oficialmente, 265 euros. Y yo había pagado 120 por ambas. O sea que si podía encajar una al precio original, era Gardel cantando hip hop cada día mejor. La joda fue que cerca mío había gente vendiendo a 30 euros... y que no tenía mucho tiempo. Al final, me salvó de indigestarme un amigo de un amigo de Hernán: al menos igualó lo que me había costado. Léase: esto sobre gente desesperada que zampó Clarín, ni ahí.
Henry (izquierda, en la foto) y Leo tenían asientos en el sector Y. El mío estaba en el R: era en la bandeja del medio, en diagonal al ingoal que atacó -mejor dicho, quiso atacar- la Argentina en el nefasto primer tiempo, lapso en el que cometimos todos los errores que no habíamos cometido en el resto del torneo...
Entré justito cuando los equipos se formaban para cantar los himnos. Me estaba sentando cuando sonó el celular, atendí y escuché la voz de Andrés, que en vivo desde Bahía Blanca me gritaba el aguante a Los Pumas. Carajo.
En 10 metros a la redonda no había un solo argentino, lo que le confirió a mi alarido O juremos con gloria morir un toque atolondrado, otro chavesco del ocho, uno más conmovedor por visceral.
En una de mis tantas puteadas por tanto error de manejo, por tanto line entregado, por tanta ventaja contra un equipo que te las cobra todas, miré hacia la derecha. ¿Viste cuando paneás aleatoriamente y de golpe volvés la vista a un punto que ya pasaste porque reconociste algo? Así, tal cual. A la altura de mi butaca, a unas filas de distancia, parado, ya disfónico, agarrándose la cabeza, estaba Bernardo Stortoni, el Puma bahiense que quedó fuera de la selección en el último corte.
El segundo tiempo lo sufrí con Bere: vibrando con el descuento rápido de Manuel Contepomi, lamentando que poco después Nani Corleto se cortara solo en un penal que re-daba para patear y seguir podando la diferencia, queriendo que nos tragara la tierra cuando el intragable Bryan Habana volaba otra vez de cabeza al try asesino.
Al despedirnos, la promesa de que en cuanto pueda me voy a dar una vuelta por Escocia para verlo jugar y conocer Glasgow y Edimburgo.
Sólo me voy a dedicar a enumerar lo que fue el regreso, porque si doy detalles me canso y amargo de nuevo: tres horas de auto hasta Calais (charla deliciosa con Leo, así que todo bien), un par de espera hasta que a las 4 salió el tren, una más hasta Folkestone, otras dos de manejo hasta la estación del ferrocarril que va a Londres (estas las torré), media horita en el andén, una entera hasta la capital, subte hasta lo de Nico, caminata hasta Marble Arch, casi tres horas de micro hasta Oxford.
Ah, pero la siesta que pegué fue algo descomunal.
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