jueves, 30 de agosto de 2007

124. Para los anales del imperio (1)


L
o recuerdo como si fuera hoy, mirá.

En medio de la depre rotunda había recurrido a mi hinchapelotez en grado extremo para convencer a Perantuono de que me acompañara al Mundial de básquetbol de Indianápolis 2002. "Dale, boludo, la Argentina da para campeón. Va a ser algo épico", le decía, entre el Cabernet y las empanadas de El Sanjuanino, mientras el país inventaba los círculos más bajos del infierno. Nos habíamos conocido a comienzos de 2001, en la primera maestría de Clarín, y un año después estábamos culo con culo aguantando la desesperanza más dolorosa y miserable.

Se lo decía en serio, no era chamuyo: yo estaba 100% seguro de que la selección nacional le pisaba los talones a la gloria. Y él, íntimo de las causas perdidas (lo digo por mí), finalmente dijo OK, vamos.

A los ponchazos, como se arman los mejores viajes, aterrizamos en esa ciudad re-blanca de los Estados Unidos profundos. No teníamos un mango. Pegamos un hotel de motoqueros en las afueras y cada día, bajo un sol asesino, caminábamos como 30 cuadras hasta los dos estadios en los que se jugaban los partidos. Hacíamos una sola parada: el supermercado, donde comprábamos unas galletas para darle contundencia al café gratis de la sala de prensa y así desayunar-almorzar-merendar. Y de cena, alguna hamburguesa raquítica. No queríamos (no podíamos) reventar la tarjeta de crédito: en la Argentina se decía que el dólar volaría hasta los 12 pesos.

Me acuerdo de ese 4 de septiembre y es como recordar, no sé, un gran polvo, una gran historia de Borges: un gran momento. [Hace cinco años tuve que tomar distancia, esperar un mes, para poder publicar algo en el diario.]

Estados Unidos, el creador del básquetbol, el number one eterno, llevaba un invicto de 58 partidos desde que empezaron a jugar los NBA. Diez años sin que nadie le tocara el culo y rompiendo a los demás.

Y esa banda de amigotes liderada por la voracidad ganadora de Manu Ginóbili lo hizo.

Apenas terminó el juego, a mí me salió una de chauvinismo barrial y otra de postal cinematográfica.

La primera fue buscar al pelotudo arrogante de Sam Smith, un periodista del Chicago Tribune que me había delirado feo antes de empezar (¿Se habla español en tu país?, ¿Cómo hicieron los hinchas para venir, si la economía anda tan mal?). Y decirle:

-¿Por qué no trajeron a Michael Jordan, la puta que te parió?

La segunda fue levantarle un poco la notebook al del New York Times para que se zafara la bandera argentina que yo había colgado del palco de prensa (la bandera argentina con la que velaron a mi abuelo), envolverme en ella y bajar hasta el parqué despacito, mirando el tablero y el festejo de los jugadores como si fuera un poco mío, como el muchachito de la peli.

A la salida nos cruzamos con el técnico Rubén Magnano, que iba para el hotel solo y pateando, quizá para descargar esa adrenalina más social que deportiva: su sentido del triunfo nos conmovió.

Tanto, que poco después en el centro de una Indianápolis demasiado sepulcral agitábamos los trapos:

¡¡Siiiiga, siga, siga el baileeeee
al compás del tamboriiiiil,
que eeesta noche nos cogimoooos,
a los putos del Dream Team!!



[Mañana, el recuerdo de ese día
según Pablo Perantuono.]



4 comentarios:

Anónimo dijo...

Buen recuerdo. Abrazo.
(me da pifiado el link del Chicago Tribune).

AEZ dijo...

Diego: gracias. Y sí, estaba mal linkeado el CT. Corregido.

Abrazo.

Diego dijo...

Que Perantuono escriba, por el amor de Jebús, sobre el colega de Olavarría.

AEZ dijo...

Ah, eso sería más glorioso que el oro en Atenas 2004 (?)