125. Para los anales del imperio (2)
Por Pablo Perantuono
Para el mundo, Argentina era una postal de gomas humeantes, un dato impreciso, el cuerpo dado vuelta y cayéndose al vacío. Y mientras nosotros comíamos hamburguesas a tres dólares en una Indianápolis más desangelada que una iglesia vacía, el equipo de básquet enfrentaba a la encarnación deportiva del poder occidental, el imperio que se dignaba, a desgano, a meterse en una cancha con los restos del mundo.
El Dream Team perdió por paliza con el equipo de Manu. Otra vez quedó demostrado ahí que la fe y la comunión son una fuerza deslumbrante. Doce hermanos pudieron más que doce estrellas distantes.
Cuando terminó el partido, el padre de toda esa obra, Rubén Magnano, miraba con ojos de hazaña todo lo que sucedía alrededor. Estaba demudado. Tanto, que perdió el ómnibus que llevaba al plantel hacia el hotel.
Allí lo encontramos: acababa de sacudir al planeta, pero allí, solo y aturdido, era un hombre anónimo perdido en el corazón del sistema. "Esto no es un triunfo deportivo solamente. Es el triunfo de una idea. Estos tipos nos hicieron muy mal a nosotros." Significaba, claro está, una revancha casi social para un representante de una generación -los tipos que atravesaron políticamente los 70- que alguna vez anidó una esperanza de cambio.
Allí estaba el Tío Sam derrotado, con las rodillas dobladas por el cachetazo feroz de una pandilla desclasada.
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